18. Dos almas rotas
El chofer frenó en seco. Sentí cómo las ruedas se deslizaban sobre el asfalto mojado, y el mundo pareció inclinarse por un segundo.

Y entonces, los disparos.

Uno. Otro. El sonido seco y brutal de las balas rompiendo el aire.

El terror me inundó por completo.

—¡Francotirador! —gritó el guardaespaldas desde el asiento delantero.

No pude moverme. Solo apreté los ojos con fuerza mientras mi corazón latía como un tambor enloquecido. Todo estaba pasando tan rápido, y a la vez, cada segundo se sentía eterno.

Vi cómo Alejandro sacaba su arma. Todo en él cambió. Sus manos dejaron de temblar. Sus ojos se llenaron de una furia fría, precisa. Parecía otro.

El francotirador se movía sobre el techo, pero justo cuando intentó cambiar de posición, Alejandro lo vio. No dudó. Apuntó.

Y disparó.

El tiro fue directo a la cabeza. Un impacto certero, limpio... brutal.

El cuerpo del hombre cayó de inmediato, y la sangre salpicó el costado del vehículo. No pude evitarlo. Solté un grito. Uno que sali
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