13. Firmeza
Alejandro no se movió.
No me tocó.
Pero lo vi.
Vi el tic en su mandíbula.
Vi cómo sus puños se cerraban con fuerza sobre los brazos de la silla, como si esa tensión fuera lo único que lo mantenía en control.
Sus ojos seguían sin mirarme, pero ya no eran de piedra.
Eran brasas contenidas. A punto de incendiarlo todo.
Yo respiraba con dificultad. El pecho me dolía, como si lo hubiera golpeado desde adentro.
Y aún así, incluso rota, incluso con las mejillas húmedas por la rabia y la tristeza…
No me arrepentí.
Lo miré. Por fin lo miré de verdad.
—Ojalá no supiera necesitarte —le dije, con voz baja, rota—. Sería todo mucho más fácil.
No esperé respuesta.
No porque no la quisiera…
Sino porque sabía que, si me quedaba un segundo más, iba a derrumbarme ahí mismo.
Y no iba a darle eso.
No después de todo.
Salí del despacho sin mirar atrás.
Pero llevaba el alma hecha trizas… y la certeza de que él, aunque no lo mostrara, tampoco había salido ileso.
Apenas cr