La noche estaba tranquila, demasiado tranquila para un reino sostenido por secretos milenarios y pactos oscuros, forjados en el engaño y la ambición desmedida. Un silencio antinatural se cernía sobre la imponente mansión del Rey Alfa, un silencio que solo el viento helado se atrevía a romper, susurrando entre las almenas y las gárgolas. Henrik, con las manos entrelazadas a su espalda en un gesto de calculada calma, se paseaba por el pasillo principal como si la vasta edificación ya le perteneciera. Sus botas pulcras resonaban apenas sobre el mármol reluciente, y sus ojos, de un gris acerado que pocas veces mostraba emoción, observaban los intrincados vitrales del pasillo, donde escenas de antiguas glorias de la manada se reflejaban en colores mortecinos. Los contemplaba con la misma intensidad con la que un artista examina una obra maestra que está a punto de destruir, con la convicción de que solo sobre esas ruinas podría erigir algo superior, algo que realmente valiera la pena.
—Est