El crepitar de la leña era el único sonido en la cabaña, acompañado por el ritmo suave de la respiración de Ava. La observaba desde mi lado del fuego, envuelta en una de las mantas que había traído días atrás. Su cabello caía desordenado sobre sus hombros, y su rostro, aunque tranquilo, cargaba todavía el peso de tantas heridas recientes.
Llevábamos ya varios días aquí. Los silencios entre nosotros eran menos incómodos, pero aún había cierta distancia en su forma de moverse, en la forma en que desviaba la mirada cuando nuestras manos se rozaban sin querer. No la culpaba. Me había ganado su desconfianza.
Esa noche, el cielo se había cubierto de nubes densas, y una tormenta se avecinaba. Pese al calor de la cabaña, algo en el aire me decía que esta sería una noche distinta.
Me puse de pie lentamente, acercándome al banco donde ella se había acurrucado. Tomé una de las pieles y la cubrí un poco más. Cuando mi mano rozó la suya, Ava se sobresaltó. Sus ojos, brillantes por el miedo, se cla