La pantalla del teléfono seguía brillando en la penumbra, arrojando una luz fantasmagórica sobre mi cara. Las dos líneas de texto parecían pulsar con una vida propia, con una amenaza y una promesa que helaban mi sangre y, para mi horror, aceleraban mi corazón con un pico de emoción prohibida.
Soy yo. El de la UCI. Quiero verte.
¿Cómo? ¿Cómo era posible? Mi número no estaba en mi ficha del hospital. Era privado. Solo unos pocos lo tenían. Amanda. Mi madre. Darío… Darío, que ahora estaba con Romina. La idea fue como una daga de hielo. ¿Se lo habría dado él? ¿Como un último acto de crueldad? ¿O había sido Romina, husmeando en archivos, buscando otra forma de minarme?
O… la opción más aterradora: que ese hombre, ese paciente con mirada de tormenta y herida de bala, tuviera los recursos para obtenerlo por sí mismo. Esos hombres con traje que no parecían seguridad convencional. Esa aura de autoridad incluso postrado en una cama de hospital.
Mi pulgar se cernió sobre la pantalla. Borrar. Blo