La puerta de UCI se cierra con un susurro hidráulico, dejando al hombre —al paciente— en manos de un silencio vigilante y monitores que parpadean como luciérnagas electrónicas. Yo me quedo un momento más del necesario, con la mano aún apoyada en el frío metal de la baranda, como si ese contacto me anclara a la certeza de que lo logramos: lo sostuvimos.
El pasillo de UCI es un mundo aparte. El aire huele a limpio forzado, a quietud tensa. Los trajes no entran; se quedan como centinelas a ambos lados de la puerta, sus miradas fijas en mí, no en la habitación. Me pregunto, no por primera vez, quién es este hombre que merece tanta protección silenciosa.
Amanda me toca el codo.
—¿Vamos? Necesitas sentarte.
Asiento, pero mis pies no se mueven. Octavio Larra se acerca, su expresión es tan impenetrable como siempre, pero hay un leve asentimiento, casi un reconocimiento.
—Bien hecho, Montalbán. Tomó el control. No muchos lo habrían hecho frente a Velasco.
—Era lo que el paciente necesitaba —di