Mundo ficciónIniciar sesiónLa puerta batiente empuja aire frío y, con él, una voz hecha para mandar:
—¿Qué tenemos?
Velasco entra con los guantes colgando, los ojos midiendo el cuarto como si fuese suyo de siempre. No saluda. Me registra lo justo para ubicarme en un casillero mental.
—Masculino sin identificación —respondo—. Llegó con compañía. Ya sostiene el ritmo. Camino abierto a pabellón y UCI.
—Abrimos ya —dicta—. Si esperamos, perdemos ventaja.
La palabra ventaja no es del hospital; huele a juego. Respiro. El box no necesita volumen, necesita criterio.
—Si lo movemos antes de afianzar este piso, perdemos la cancha —digo, sin alzar la voz.
Octavio Larra inclina apenas la cabeza: decide y yo respaldo. Amanda se mantiene a mi costado, baranda invisible. Velasco sopesa mi resistencia con fastidio profesional.
—Aquí mandamos nosotros —señala su pecho y luego el pasillo—. Lo quiero arriba en minutos.
—Y yo lo acompaño —respondo—. Nadie pierde tiempo si el equipo se coordina.
Romina roza con el dedo el sello de la circular que ya cuelga en el corcho y despliega un check‑list de transferencia.
—Co‑registro en traslado —resume—. Yo marco tiempos.
—Cumplimos —respondo—. Yo priorizo el flujo. —Y volvemos al paciente.
Velasco hace un gesto de impaciencia y mira la ruta.
—Quiero paso libre —exige—. Nada de serpentear pasillos.
—Corredor C, ascensor de servicio —marco—. Se evita cruce con visitas y tiempos muertos en el principal.
Larra ya tiene la radio en la mano.
—Corredor C despejado —confirma el celador—. Aviso a pabellón. UCI en alerta.
Velasco me mira como si acabara de robarle una jugada. No la robé: la anticipé. Amanda sostiene mi mirada un segundo; bastan.
—Movemos —ordena Larra.
Los trajes despegan sus espaldas de la pared. No hablan: acompañan. El pasillo aprende nuestra coreografía sin preguntar. Romina empuja un carro con eficacia que no viene envuelta en sonrisa. La ruta se abre.
En el ascensor, la tensión vibra como un cable.
—Te queda claro que dirijo yo —murmura Velasco, sin teatralidad.
—Me queda claro que dirige el equipo —corrijo—. Y que él no espera discusiones. —Señalo la camilla.
Velasco me suelta una mirada que podría ser admonición o respeto. No lo necesité para decidir lo que ya decidí.
La puerta se abre a un pasillo más frío. El aire de quirófano huele a metal dispuesto. El equipo de pabellón es un reloj aceitado: manos listas, miradas breves, preguntas útiles.
—Clara sube a UCI con él —anuncia Larra, sin ofrecer, declarando.
—Con ella —repiten los trajes, neutros.
Velasco asiente sin decir mi nombre. Me basta. Yo no opero: sostengo. Y sostener, hoy, también es mandar.
Me quedo hasta el borde de la zona estéril. Marco dos cosas sin decirlas: que cumplo la circular y que mi presencia ahorra explicaciones cuando el paciente suba. Amanda aparece con la confirmación que ata todo:
—UCI tiene cama lista.
—En quince sube —resuelve Velasco. Mira a Larra—. Con ella.
Romina me acerca el formulario de co‑registro. Esta vez no lo agita; lo ofrece.
—Arriba lo firmamos —le digo. Asiente. Ha entendido que aquí la autoridad la marca el propósito, no el volumen.
Me lavo las manos del apuro para quedarme con la atención. En el pasillo conviven ruidos que no necesitan traducción: la rueda que canta, el zumbido del aire, una voz baja que pide una pinza. Ninguno me reclama. Estoy.
—Hiciste ganar tiempo —dice Larra, sobrio—. El tiempo es lo único que no nos devuelven.
No contesto. Aprendo a aceptar la frase como se acepta una venda bien puesta. Amanda me alcanza su termo, un sorbo que sabe a metal cálido. Lo que de verdad sostiene no es el agua: es la mirada de puente.
La puerta se abre y nos entregan la camilla con un silencio distinto: el de lo que sobrevivió a un filo. No pregunto nombres que aún no existen; marco el camino.
—Arriba —dice Larra.
Los trajes se colocan como paréntesis a nuestro paso. Romina queda atrás, ordenando papeles con una prolijidad que, por fin, sirve a la ruta y no al chisme. Velasco se queda dentro, en su idioma de sílabas cortas. Yo ocupo mi lugar en el costado de la camilla, sin invadir, sin ceder.
En el umbral del ascensor, el traje más ancho recibe un mensaje, lo lee sin gesto y suelta dos palabras:
—Arriba esperan.
No necesito saber quién. Sé para qué: para que no me separe. No me hace falta repetirlo; ya está escrito en la forma en que camino.
Subimos. Cada piso que se marca es una pequeña victoria. UCI nos abre como una casa conocida: luz menos cruel, olor a control y a paciencia.
—Cama uno —indica Amanda, ya de vuelta en su mapa—. La baranda sube, los monitores esperan.
Yo traduzco lo esencial a un idioma que cualquiera entiende: estamos, seguimos, entregamos. La transferencia es limpia; no recito tecnicismos que no suman. Larra firma lo que hay que firmar sin dar discurso. Velasco no aparece: está donde tiene que estar. Romina alcanza el formulario a la altura correcta; lo firmo donde corresponde. El equipo de UCI me mira con ese respeto práctico que nace cuando alguien sirve a la ruta sin ponerse por delante del paciente.
—Gracias —dice Amanda, bajito, como quien cierra una válvula.
—Seguimos —respondo.
Los trajes se pegan a la puerta como si fueran marcos. No entran. No estorban. A veces su utilidad es simplemente existir.
Me permito un solo gesto personal: apoyar dos dedos en la baranda para sentir el pulso del cuarto, no el del hombre. Es estable. También el mío.
Cuando conectamos el último cable, el hombre abre los ojos lo suficiente para encontrarme y luego vuelve a cerrarlos. En el pasillo, uno de los trajes dice algo en voz baja que no alcanzo; solo oigo mi nombre: Montalbán. UCI se queda con él. Yo salgo a recibir lo que viene.







