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Capítulo 2 — Consuelo y ceguera

La sala de ropa olía a algodón recién planchado y a silencio. Amanda no me interrogó de inmediato; me regaló esos primeros minutos de quietud para desmoronarme con dignidad. Y me desmoroné. Pero caí de pie, y cuando mi cuerpo entendió que tenía permiso, las lágrimas llegaron sin pedir disculpas. Me senté en el banco de plástico, que crujió como papel viejo bajo mi peso. Ella se sentó a mi lado, no enfrente: no para interrogar, sino para acompañar. Esa pequeña diferencia me salvó un poco el alma.

—Lo vi —logré decir al fin, las palabras saliendo a rastras—. En el mesón. Él. Ella.

Amanda apretó la mandíbula, como si ese gesto pudiera contener mi caída. Me rodeó con sus brazos, midiendo la fuerza con esa precisión que solo las mejores amigas poseen: ni demasiado fuerte para asfixiar, ni demasiado suave para resultar insuficiente. Justo lo necesario para recordarme que la calma existía.

—Lo siento —susurró contra mi hombro—. Estoy contigo.

El temblor fue cediendo terreno poco a poco. Cuando mi respiración recuperó cierto ritmo, llegó la conversación que esperaba su turno. No era una pelea todavía; era una aclaración necesaria.

—Había señales, Clara —dijo Amanda, firme pero sin filo—. Las viste y decidiste no verlas.

—¿Ahora soy culpable por confiar? —la frase me salió más cortante de lo que pretendía—. ¿Ese es el guion?

—No hablo de culpas —respondió, sosteniendo mi mirada sin pestañear—. Hablo de ceguera elegida. Cuando empezó a cancelar planes, cuando llegaba tarde sin avisar, cuando hizo esos chistes que te dolían y tú los guardaste bajo la alfombra… yo te lo dije.

—Y tú estabas demasiado ocupada para escucharme —solté, y el dolor en mis palabras me delataba. No era justo. O tal vez lo era, y por eso dolía tanto.

Amanda no devolvió el golpe. Eligió el camino más difícil: bajar la guardia.

—Puede ser —admitió, y en sus ojos no había defensa, solo verdad—. Perdón por eso. No estuve como debía. Pero ahora mírate. No quiero que te quedes atrapada en el lugar donde otros decidieron ponerte.

Elegí una verdad que no me gustaba pero que podía ser útil.

—No me reduce nadie —dije, firme—. Solo… me duele.

Nos quedamos un rato sin palabras, compartiendo el peso de lo no dicho. A veces la amistad es un espejo incómodo que, aun así, te sostiene en pie. Afuera, el hospital organizaba bandejas, encendía luces, abría y cerraba puertas; adentro, nosotras intentábamos ordenar algo mucho más frágil.

—Hoy funciona tu rutina —dijo Amanda, su voz más suave ahora—. Respirar. Pasos cortos. Decisiones pequeñas. No vas a resolver lo de Darío ahora.

—Prometo intentar no resolver nada —respondí—. Solo llegar al mediodía.

—Llegamos juntas —declaró, y lo dijo como quien traza una línea en el suelo que nadie puede cruzar.

Me levanté. Hicimos juntas los rituales mínimos: atarme el pelo, revisar los bolsillos del uniforme, buscar el carnet, encontrar un bolígrafo que no rasgara el papel. Me lavé la cara; el agua del termo que me ofreció Amanda sabía a metal cálido y a presencia amiga. No me curaba, pero me acompañaba.

—¿Vas a hablar con él? —preguntó por fin.

Pensé en el vestidor, en la mano de Darío donde no debía estar, en la cercanía obscena de sus cuerpos.

—No hoy —contesté—. No tengo una versión de mí misma que pueda hacerlo sin desarmarse por completo.

—Entonces hoy te cubro yo —dijo—. Y si aparece, me llamas.

Asentí. Saqué el teléfono. Escribí un mensaje que borré tres veces: «Lo vi». «No hace falta que digas nada». «No vuelvas a buscarme». Los borré todos. Otra decisión pequeña: no escribir nada. No por falta de valor, sino porque hoy ese hombre no merecía ni una migaja de mi atención.

—Clara —dijo Amanda—. Lo que hiciste ahora —pedirme que estuviera contigo— también es una decisión.

No lo había pensado así. A veces confundimos pedir ayuda con fallar. Yo había pedido, y ella había venido. Guardé ese dato como si fuera medicina.

—Gracias —le dije—. No me dejes sola.

—No te dejaré sola jamás —prometió.

Al abrir la puerta, el pasillo subió un punto el volumen. El HUSA tenía un pulso que conocía al dedillo: carritos metálicos, timbres agudos, radios con mala cobertura, chistes que se contaban solo para que nadie se derrumbara. Decidí mirar ese pulso y no la puerta del vestidor.

Romina nos esperaba en la estación con una sonrisa armada y un clip entre los dedos. Su peinado no tenía una sola hebra fuera de lugar; su tono de voz podría haber vendido calmantes en televisión.

—Clara —dijo, con una amabilidad de catálogo—, te dejé la sala 3 completa. Como eres ordenada, te va a venir bien. ¿De acuerdo?

—Sí —respondí. Hoy, la obediencia me ahorraba energía preciosa.

—Y recuerda: protocolo estricto —añadió. La frase era un perfume con advertencia incluida.

Amanda me miró de reojo: ¿estás bien? Hice un gesto casi imperceptible que significaba “voy a estarlo”. Romina dejó una bandeja a un centímetro de mi codo, como marcando territorio. Vi su sombra proyectarse sobre el mesón y un temblor recorrió mi memoria. Cerré la mano alrededor del bolígrafo como si fuera un timón.

—Cualquier cosa, me llamas —dijo Amanda—. Voy y vengo contigo.

—Voy a poder —le aseguré—. Aunque no quiera.

Caminé hacia la sala 3. Me repetí un mantra de servicio: una cama, una voz, una tarea. A la primera paciente, una anciana de manos temblorosas, le ajusté la almohada; a un joven asustado le expliqué por qué el ayuno era importante, usando palabras que no sonaran a receta médica; a mí misma me recordé que el hospital no era mi casa, pero sí mi territorio aprendido. El mundo se redujo a lo inmediato y, por eso, se volvió habitable.

De vuelta en la estación, Romina hablaba en voz baja con otra enfermera. Al pasar, el susurro subió lo justo para que yo captara las palabras sin tener que pedir permiso.

—Dijeron que lloró —comentó la otra.

La frase se me pegó a la espalda como una etiqueta mal puesta. La despegué con el único gesto que podía permitirme: seguir adelante. Apreté el bolígrafo con más fuerza. No me gustaban las guerras sucias, pero sabía caminar sobre suelo resbaladizo.

—Clara —Amanda apareció como si la hubiera convocado el pensamiento—, agua.

Bebí dos sorbos. Mi garganta recordó que servía para respirar y no solo para tragar piedras. Amanda no ofreció discursos motivacionales, simplemente estuvo ahí, como la amiga que era. A veces, eso es todo lo que se necesita para no caerse.

—¿Quieres que lo reportemos? —me preguntó, y no hizo falta que pronunciara su nombre.

Pensé en la burocracia hospitalaria, que todo lo mastica lento; en los pasillos que amplifican los rumores; en la energía que no tenía para esa batalla.

—Hoy no —respondí—. Hoy solo quiero poder terminar el turno.

—Perfecto —dijo—. Terminarlo es suficiente.

Regresé a la sala. Una TENS me contó un chiste malo, se rió sola y me contagió la risa por un segundo. Un segundo era mucho, en un día como este. Lo guardé en el bolsillo junto a la pulsera elástica que Amanda me pasó para atarme el pelo.

El reloj marcaba una hora que no se decidía. La luz del pasillo tenía ese color pálido de las mañanas que dudan. En la ventana del fondo, Santa Aurelia se adivinaba a través de una rendija: autobuses que bostezaban, panaderías con olor a mantequilla recién hecha, un cielo todavía indeciso. A veces el mundo seguía su curso sin pedir permiso, y eso, paradójicamente, me consolaba.

Dejé por escrito las indicaciones, con letra clara, como si escribir fuera clavar piquetas en un terreno que seguía temblando. En el margen de una hoja, sin querer, escribí mi nombre más despacio: Clara Montalbán. La tinta tardó un segundo en secarse, y pensé que yo también tardaría un poco más en cicatrizar.

—Te veo a la tarde —dijo Amanda, asomándose de nuevo—. Si en algún momento no puedes más, me buscas. No hay medallas por aguantar más de la cuenta.

—Lo sé —dije. Y ahora, por fin, lo sabía de verdad.

Volvimos a la estación. Romina acomodaba etiquetas con precisión quirúrgica; cambió dos nombres de casilleros y el mío, por arte de magia, apareció más abajo. Lo justificó con un “para que tengas a mano los materiales”. Yo dije “gracias” y dejé que el gesto cayera donde tenía que caer: en ninguna parte.

—A veces una no ve lo que tiene en la cara —comentó, casi en confidencia, antes de irse.

No mordí el anzuelo. Me quedé con lo que sí podía controlar: mis manos, mi voz, mi paso. El resto lo dejé pasar, como se deja pasar una corriente que podría arrastrarte si te empeñas en enfrentarla.

El altavoz carraspeó: «Cambio de prioridades en sala». Romina miró el reloj que no necesitaba consultar. Santa Aurelia estiraba la mañana. Yo, por primera vez desde el baño, sentí nacer dentro de mí una hebra de dignidad que no era dureza, sino cuidado de mí misma.

Al dar la vuelta con la bandeja, oí otra vez el susurro que me nombraba sin nombrarme: «Dicen que lloró». Me giré, no para enfrentarlas, sino para reafirmar mi lugar. Estoy aquí. Estoy de pie. Estoy funcionando. Eso, por ahora, era el único triunfo que necesitaba.

Cuando volví a la estación, Romina me esperaba con la misma sonrisa impecable y dejó una hoja sellada sobre el mesón: Circular de Jefatura — «Desde hoy, control cruzado en Sala 3. Enfermería verificará la ejecución y solicitará co‑registro de indicaciones. Responsable: Dr. Octavio Larra». Romina no daba órdenes: comunicaba. Pero el brillo en sus ojos me advirtió que pensaba usar la norma como arma. Y yo, por primera vez, sentí que tenía algo que perder, pero también algo que defender.

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