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Capítulo 24 — La herida y la mano

El resto del día transcurrió en una niebla de turbación autoinfligida. Cada vez que cerraba los ojos, veía la imagen de Félix en el gimnasio: la tensión de los músculos, el brillo del sudor sobre las cicatrices, la intensidad de su mirada fija en mí. Y lo peor era el eco de mi propia reacción, ese calor vergonzoso que me había recorrido el vientre. Me sentía una traidora de mí misma.

Intenté refugiarme en la suite médica. Abrí la tablet y me sumergí en uno de los casos médicos complejos, un fascinante enigma de una neurotoxina rara. Pero mi concentración se desvanecía una y otra vez. Las palabras bailaban frente a mis ojos, transformándose en la imagen de sus manos, fuertes y a la vez diestras, agarrando las pesas.

¿Qué estaba haciendo? ¿Acostumbrándome? ¿Normalizando lo anormal? La idea me aterrorizó más que cualquier amenaza explícita.

A la hora de la cena, un nuevo elemento apareció en el protocolo. Elisa llegó a mi suite, no con una bandeja, sino para informarme.

—El señor Santoro
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