La doctora del mafioso
La doctora del mafioso
Por: Pax-Darkengel
Capítulo 1 — Clara

El café del pasillo olía a metal tibio. Lo sostenía entre las manos como si fuera una excusa frágil, a punto de romperse. Camino al vestuario del HUSA, me repetía las dos únicas instrucciones que parecían alcanzables en ese momento: entrar y cambiarme. Nada más.

La puerta del vestidor estaba entreabierta. Desde dentro llegó un murmullo, una risa ahogada, seguida de un shhh que no me incluía. Empujé la madera con los nudillos.

La escena se desplegó ante mí en un instante. La chaqueta colgada en la percha decía «Darío Echeverría». El mechón de pelo cobrizo que se volvió hacia mí pertenecía a Romina Vives. Él la tenía sentada sobre el mesón de madera, una mano bajo su blusa, la otra sosteniéndole la nuca, la boca hundida en su cuello. Y entonces… me vieron.

Darío la soltó de inmediato. Romina bajó del mesón con torpeza, el elástico de su pantalón de enfermera volviendo a su sitio con un chasquido sordo. Durante un segundo eterno, todo el hospital se redujo a ese gesto íntimo y al sonido de mi propio pulso, que latía con fuerza en mis oídos.

No dije nada. Las palabras se habían evaporado. Fue mi cuerpo quien decidió por mí: media vuelta y echar a correr. El pasillo se estiró como un chicle caliente; una izquierda, otra izquierda, hasta que el letrero azul del baño del personal apareció como un salvavidas. Entré y corrí el pestillo.

El espejo me devolvió la imagen de una extraña: ojos desmesuradamente abiertos, piel pálida, manos que buscaban agua y no acertaban con el grifo. Cuando por fin salió, el agua tardó en ponerse tibia. Y cuando lo hizo, ese calor mínimo me ancló de nuevo a mi cuerpo, recordándome que todavía estaba aquí.

Negación.

No fue eso. Un mal ángulo. Una broma de mal gusto. Un ensayo de nada. Mi cerebro, desesperado, fabricaba historias alternativas con lo que tenía a mano. Pero mi cuerpo no se creía nada; solo sabía que quería salir corriendo de sí mismo.

Ira.

Clavé las uñas en las palmas de las manos hasta dejar media luna marcadas en la piel. Pensé en los mensajes sin responder, en las excusas de últimas horas, en las cenas pospuestas, en las promesas hechas con la boca pequeña. Qué fácil era mentir cuando todo el mundo estaba demasiado cansado para hacer preguntas. Qué fácil creerse imprescindible para no tener que mirar de frente lo obvio.

Negociación.

Si salía y no decía nada, quizá… ¿qué? Nada. No había trato posible con lo que acababa de ver. Me sequé la cara con la toalla áspera antes de que las lágrimas llegaran; intenté ordenar un pensamiento coherente, digno, y solo encontré respiraciones entrecortadas.

Tristeza.

Me senté en la tapa del WC como quien se sienta al borde de un muelle, a esperar un barco que nunca llegará. El uniforme olía a desinfectante barato y a café frío. Me temblaban los muslos en silencio. Me habría gustado llamar a mi madre, pero no quería su voz de santuario; me habría gustado llamar a Amanda, pero no sabía si sería capaz de explicar.

Aceptación mínima.

Hoy no iba a entenderlo. Hoy solo iba a respirar. Cuatro segundos adentro, cuatro afuera. Un segundo quieta. Otro más. El agua corría en el lavabo y sonaba como si alguien estuviera practicando el sonido de la lluvia.

Mi teléfono vibró. Era un mensaje de Amanda: «¿Llegaste?». Otra vibración, otro mensaje: «Estoy afuera del baño». Dos golpecitos suaves en la puerta.

—Clara —dijo su voz, firme y serena al otro lado de la madera—. Estoy aquí. Si no quieres hablar, no hablo. Te espero.

Apoyé la frente en las palmas de las manos. Respiré contando hasta cuatro. El espejo dejó de ser un enemigo cuando bajé la mirada. Me concentré en elegir cosas sencillas: abrir la llave, sentir el agua, cerrar la llave, secarme. Girar el pestillo.

Abrí. Amanda me miró con sus ojos capaces de parar cualquier caída. Yo abrí la boca, pero no salió sonido alguno.

—Dime todo —dijo, con una calma que era un bálsamo—. O no podremos avanzar.

La palabra todo me pesó como un traje de plomo. Me dolió en los dientes, en la garganta.

—No aquí —susurré.

—Vamos a la sala de ropa sucia —respondió, ofreciéndome su brazo—. Te sostengo.

Salimos. El pasillo olía a lavandina y a nervios. Un celador empujaba un carro sin mirarnos a los ojos; dos residentes comentaban algo en voz baja y guardaron silencio cuando pasamos. Caminé porque caminar era lo único que podía hacer. Di gracias por la baranda silenciosa que era Amanda.

A mitad de camino, la puerta del vestidor se abrió un palmo. Romina apareció con el peinado intacto y una sonrisa envuelta en celofán, como si nada existiera fuera de esa superficie perfecta. La esquivé sin mirarla. Sabía que si lo hacía, me quebraría en voz alta, para que todos lo oyeran.

En la sala de ropa, Amanda cerró la puerta con suavidad. No me exigía palabras; me las prestaba con su presencia. Y cuando el temblor interno amainó lo suficiente, la frase logró salir. No completa, sino a tirones.

—Lo vi.

Amanda asintió. No preguntó «¿qué?». Simplemente dijo:

—Aquí estoy, amiga.

Me dejé llorar en sus brazos. No hice ruido; el cuerpo tiene su propio idioma para el dolor. Cuando por fin me sentí de nuevo en mi piel, Amanda me soltó lo justo para que pudiera respirar por mí misma.

—Te tengo —susurró—. Pero vamos a hablar.

Asentí con la cabeza, que pesaba como si fuera de plomo. El primer capítulo de este día terminaba justo cuando me atrevía a nombrarlo. Afuera, el hospital no se había enterado de nada. Adentro, yo ya no era la misma que había empujado esa puerta.

Al salir, el buscapie de Romina sonó y su risa estalló en el pasillo como si el mundo no se hubiera detenido hacía apenas unos minutos. Amanda me miró, y en sus ojos vi la orden silenciosa: «Dime todo ahora, ya».

Y yo asentí. Porque algunas guerras no se libran en silencio. Y algunas amigas te sostienen mientras aprendes a pelear la tuya.

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