El silbido del transmisor se apagó, dejando un vacío aún más profundo en el búnker. La energía restante en el monitor fetal bajó a un veinte por ciento. Anya lo desconectó con movimientos frugales, preservando cada joule. La luz roja de emergencia parecía latir más lento, como si el propio santuario estuviera muriendo con ellos.
Nadie habló. La decisión estaba tomada. El mensaje flotaba en el éter, una botella lanzada al océano digital, con la esperanza de que la corriente correcta la llevara a la orilla indicada. Ahora, solo podían esperar. Y el enemigo, afuera, no esperaba.
Los sensores de temperatura en la compuerta superior mostraban un aumento constante. Quinientos grados. Seiscientos.
—Es termita —confirmó Rojas, su voz plana—. Están soldando el perímetro. En una hora, tal vez menos, la compuerta será una losa de acero fundido. Imposible de abrir desde dentro o desde fuera.
Félix yacía con los ojos cerrados, conservando fuerzas. Clara le sostenía la mano, sintiendo el pulso débi