El mundo se redujo al espacio entre el pecho de Clara y los pequeños cuerpos de Lucas y Emma. Sus llantos, inicialmente fuertes y quejosos, se calmaban con el contacto de su piel, con el sonido de su corazón, que ahora latía para tres. El dolor del parto se transformó en un dolor sordo y distante, ahogado por una oleada de amor tan feroz y protector que le cortaba la respiración. Eran reales. Estaban aquí.
Félix no se había movido. Permaneció arrodillado junto a la cama, su mano aún entrelazada con la de Clara, su mirada fija en sus hijos con una expresión de asombro reverencial. Parecía haber olvidado la amenaza exterior, la lluvia, el barro que se secaba en sus ropas. El universo entero estaba contenido en esa habitación estéril.
Anya trabajaba con eficiencia silenciosa, limpiando, evaluando. —Pesan poco, pero sus signos vitales son estables —anunció, su voz cargada de alivio—. Necesitan calor y monitorización constante, pero están luchadores.
Los colocó en una cuna térmica especial