La oscuridad en el búnker inferior era absoluta, rota solo por el tenue resplandor verde del panel de control y la suave luz amarilla de la cuna térmica. El silencio era tan denso que Clara podía oír el susurro de su propia sangre en sus oídos, el leve zumbido de la cuna y los suaves, casi imperceptibles, respiros de Lucas y Emma. El aire era frío y estéril, circulado por un sistema de filtrado que apenas producía un murmullo.
Anya estaba sentada en la banqueta, inmóvil, sus ojos fijos en la puerta sellada como si pudiera ver a través del acero. Rojas, de pie junto al panel de control, era una estatua de tensión contenida, su mano nunca se alejaba del arma enfundada en su costado.
Clara no podía sentarse. El dolor postparto era una brasa al rojo vivo en su bajo vientre, cada latido de su corazón enviaba una oleada de dolor punzante a través de su cuerpo. Pero era un dolor secundario, un ruido de fondo comparado con la angustia desgarradora que le consumía el pecho. Félix. Arriba. Solo