La fuga del encapuchado había dejado un sabor amargo en la boca, una mezcla de frustración y de admiración retorcida por la audacia del enemigo. La sala de control, sumida en un silencio pesado, olía a café frío y tensión reprimida. En las pantallas, Darío, ahora visiblemente alterado, hacía una maleta con movimientos espasmódicos, la nota amenazante reducida a cenizas en su chimenea eléctrica.
—Perdimos el mensaje directo —masculló Gael, la irritación marcando su rostro usualmente impasible.
—No —negó Félix, su voz un corte limpio en la atmósfera cargada. Sus ojos, dos piezas de obsidiana, no se despegaban de la imagen del aterrorizado Darío—. El mensaje no era para él. Era para nosotros. Y lo hemos recibido con toda claridad.
Clara lo miró, tratando de seguir el hilo de su pensamiento, ese tren lógico que a menudo se movía por vías invisibles para los demás. —Explícate.
—Ese no era el asesino —dijo Félix, girando hacia ella. Su proximidad era inmediata, abrumadora, un recordatorio f