El amanecer llegó con una luz fría y gris que se filtraba por las ventanas blindadas del despacho de Clara. No había dormido. Las imágenes de Darío, de Isabella, de la trampa y la posible redención, danzaban en su mente en un torbellino agotador. Se sentía como una cirujana que hubiera olvidado el procedimiento, manejando un bisturí con manos temblorosas.
Puntual como un reloj suizo, Gael apareció en la puerta. —El canal está listo, doctora. Es una ventana de diez minutos. Conexión encriptada por satélite, imposible de rastrear. —Su tono era profesional, pero Clara detectó una leve curiosidad en sus ojos. No entendía del todo esta jugada.
—¿Dónde? —preguntó Clara, levantándose. Sentía las piernas débiles.
—En la sala de comunicaciones seguras. Sígame.
La sala era un cubículo pequeño y austero, con una sola silla, un monitor grande y un teclado. No había cámara de video. Solo audio. Una medida de seguridad adicional, comprendió Clara. Menos datos que interceptar, menos señales emociona