La orden de usar a Darío como carnada había quedado flotando en el aire del despacho, un veneno que Clara y Félix habían decidido administrar juntos. Tras la partida de Gael, Rojas y Marcos, un silencio espeso se instaló en la habitación, roto solo por el tenue zumbido de los sistemas de ventilación. Clara permaneció de pie frente a las ventanas blindadas, observando cómo la última luz del día teñía de púrpura y naranja los cuidados jardines de la clínica. La belleza serena del exterior contrastaba brutalmente con la fealdad de la decisión que acababan de tomar. No sentía euforia, ni siquiera la satisfacción fría de una jugada estratégica. Sentía el peso áspero de una losa moral que sabía que, a partir de ahora, cargaría para siempre.
Félix observaba su perfil inmóvil, estudiando el leve temblor en sus manos, la rigidez en su mandíbula. Conocía cada uno de sus resortes internos.
—El primer paso en el fango siempre es el más difícil —dijo, su voz un bajo ronco que cortó el silencio com