El silencio que siguió a la noticia de la muerte de Romina era denso, cargado de ecos de balas y confesiones. Clara no sentía tristeza, sino una alerta fría y pragmática que la mujer de un año atrás no habría reconocido. ¿Quién? ¿Por qué? Las preguntas zumbaban, pero eran eclipsadas por una más urgente, práctica: ¿Dónde? ¿Dónde iba a gobernar, a construir este hospital del que había hablado con tanta convicción frente a los prisioneros liberados?
Félix leyó el silencio que se había instalado entre ellos después de la partida de Rojas. Sus ojos, siempre calculadores, analizaban cada microexpresión de su rostro.
—El complejo de Rossi es una ratonera —declaró, su voz rompiendo la quietud como un cristal—. Un lugar contaminado, conocido por el enemigo. La reapertura de la que hablamos no será aquí. No entre estos muros que huelen a derrota y a Consejo.
La tomó del brazo con una firmeza que no admitía discusión y la guio de vuelta al ascensor blindado. Descendieron a niveles aún más profun