El silencio era un animal vivo en la suite, pesado y cargado de los ecos de lo que habían sido: disparos, gritos, la confesión brutal de sus necesidades. Clara observaba a Félix desde la cama mientras él se vestía con movimientos precisos, eficientes. No había rastro del amante posesivo de horas antes. Ahora era el estratega, el capo. La transición era tan abrupta como un portazo.
—Levántate —dijo él, sin mirarla, ajustándose el reloj—. Tenemos que mover a los prisioneros antes de que el Consejo decida que este lugar es un riesgo que hay que eliminar desde el aire.
Clara se incorporó, envolviéndose en la sábana. El pragmatismo en su voz era un baño de realidad fría.
—¿Eliminar? ¿Su propio complejo?
—No les importan las piedras. Importa la información que pueda quedar aquí. Y los testigos. —Finalmente, la miró—. Tú dijiste que eran tu responsabilidad. Es hora de que ejerzas.
Esa era la diferencia fundamental, comprendió Clara mientras se vestía a toda prisa. Para Félix, las personas er