La mañana del undécimo día amaneció sin anuncios. Clara despertó con la imagen de la playa de su sueño aún grabada en la mente, un paraíso artificial que se desvanecía frente a la fría realidad de las cuatro paredes blancas. El vestido negro de la cena yacía en una silla como un recordatorio de la elección imposible que tenía por delante. John le había ofrecido salvación a cambio de su alma. Y una parte de ella, la parte cansada y aterrada, estaba tentada a aceptar.
La puerta se abrió sin previo aviso a media mañana. No era Kael. Era Liam. Y su expresión no era la habitual de fastidio sádico. Había en sus ojos una determinación oscura, final. Olía a alcohol otra vez, pero su mirada estaba extrañamente clara, enfocada.
—Hoy se acaban los juegos, preciosa —dijo, cerrando la puerta a sus espaldas. No traía jeringas, ni comida, ni reproductores de música. Venía con las manos vacías, y eso era lo más aterrador.
Clara se puso de pie instintivamente, retrocediendo hasta quedar contra la pare