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El sol se filtraba perezoso por los ventanales del invernadero, tiñendo de oro las hojas verdes y el cristal empañado. Lilia había estado acompañando a Anya durante esos días y caminaba descalza, con una taza de té entre las manos, en busca de un momento de calma antes de que comenzara otro día. El embarazo la tenía más sensible, más alerta… y últimamente, más sola. Nikolai ya había regresado de altamar, pero se había vuelto una sombra intensa, protectora hasta la asfixia. Mucho más que antes.Pasó por el pasillo junto al ala oeste, donde los pisos resonaban a pesar de sus pasos suaves. Iba a doblar hacia la escalera cuando escuchó una voz baja, una risa apagada.Se detuvo.Entreabrió la puerta que daba al vestíbulo trasero, ese que casi nadie usaba salvo para escabullirse a escondidas.Allí, de espaldas a ella, estaba Leonard.Y Anya.Demasiado cerca. Sus rostros casi se tocaban. Él le hablaba en voz baja, con una suavidad que no usaba con nadie más. Le acariciaba un mechón suelto del
El salón principal de la mansión Volkov estaba en penumbra. Las sombras alargadas de la noche parecían arrastrarse por las paredes como susurros de un pasado que nunca se fue. Isabella caminaba de un lado a otro, descalza, con una bata de seda negra que se movía tras ella como un velo fúnebre.Sus ojos, desorbitados, estaban fijos en una idea, una sola: la pérdida. Tatiana. Su Tatiana. La niña que crio como una joya de porcelana. Y que se atrevió a amar sin su bendición. Y por eso… por eso ya no estaba.—No otra vez —musitó, con la voz temblorosa—. No lo voy a permitir otra vez.Un cuadro familiar colgaba torcido en la pared. Lo arrancó con rabia y lo dejó caer. El cristal estalló en el suelo, como su propia cordura.—¡Señora! —llamó uno de los sirvientes, entrando a la estancia. Pero al verla, dio un paso atrás—. ¿Está… todo bien?Ella se giró lentamente, con la mirada perdida y el rostro pálido como una estatua.—Díganles a los guardias… que encierren a Anya en su habitación. Que nad
Leonard estaba de pie, con el rostro endurecido, frente al escritorio de su padre. El aire en el despacho era denso, cargado de ira. Detrás del enorme ventanal, el cielo comenzaba a teñirse de gris.—No vas a hacerlo, ¿verdad? —preguntó el hombre, con la voz afilada, como un cuchillo lento hundiéndose—. No vas a arrastrar nuestro apellido al lodo.Leonard no respondió. Sus ojos oscuros estaban fijos en el suelo, tenía la mandíbula tensa, las manos apretadas en los bolsillos. El silencio fue su única forma de resistencia.—¡Contéstame! —bramó el hombre golpeando la superficie del escritorio con fuerza, haciendo que el vaso de cristal temblara—. ¿Estás dispuesto a renunciar a todo por ella? ¿Por ese capricho enfermizo?—No es un capricho —murmuró Leonard, alzando por fin la vista—. Yo la amo.Su padre se quedó en silencio un segundo. Luego rió. Pero no era una risa alegre. Era hueca, amarga, venenosa.—¿Amor? Tú no sabes lo que es el amor. El amor no destruye familias. No arruina reputa
La lluvia golpeaba con insistencia los ventanales de la mansión Volkov. La noche se vestía de sombras largas, como si supiera que algo prohibido estaba por suceder entre esas paredes. Leonard se escabulló entre los jardines, con su abrigo empapado, y el corazón en llamas.No podía más.Desde que lo habían echado de la casa, desde que lo habían amenazado y habían encerrado a Anya, no había dormido una noche entera. Su alma lo llevaba de regreso a ella, como si su cuerpo supiera que solo en su cercanía podía respirar otra vez.Forzó la puerta trasera, la que conocía desde niño. Cada rincón de esa mansión era parte de su historia… y de su desgracia.Subió las escaleras en silencio. El pasillo estaba oscuro, pero no necesitaba luz para saber dónde estaba ella. Su habitación. La misma desde que era niña. Desde que ella llegó a su mundo y lo cambió todo. Apoyó la mano en la puerta cerrada. Dudó un segundo. Pero su pecho ardía.—Anya —susurró, apenas un aliento.Desde dentro, ella lo escuchó
El silencio que siguió fue espeso, cargado.Igor respiró hondo, conteniendo algo entre los dientes, algo que no dijo.—¿Y qué más has recordado?Alessandro lo miró, perplejo.—Nada más. Solo… esa certeza.Su padre asintió, seco, apoyándose contra el respaldo. Guardó silencio unos segundos más antes de hablar:—Eso es suficiente para ahora.—¿Para qué?—Para causar un desastre. Así que no la verás, es mejor que esa niña se mantenga lejos de ti. No puedes verla, Alessandro —dijo finalmente, su voz grave como el trueno que retumbó a lo lejos.—¿Por qué no?—Porque ella ya no puede ser parte de tu vida. Porque si te acercas a Anya, arrastras a esta familia a la ruina.—¿Qué estás diciendo?—Estoy diciendo que los Volkov no son nuestros aliados, ni nuestros amigos. Son una amenaza. Han deshonrado nuestra sangre, desafiado nuestros pactos. Ella es hija de ese enemigo. Y tú… —hizo una pausa, con la mirada clavada como una lanza—. Tú no tienes idea de quién eres, de quién fuiste antes de caer
La noche caía espesa sobre Moscú, tan oscura que parecía tragar los edificios y calles bajo su manto silencioso. El aire estaba impregnado de esa extraña calma que precede al caos, aunque nadie lo sabía aún.Nikolai Volkov, como de costumbre, iba en su camioneta blindada, flanqueado por dos vehículos de seguridad. No era tonto, y mucho menos confiado. Desde que los rumores sobre Alessandro y los Petrov se habían intensificado, no salía sin al menos ocho hombres armados. Aun así, esa noche cometió un error: tomó una ruta que no había sido revisada por su equipo. No por descuido… sino por costumbre. Una zona que siempre había sido segura. O eso creía.—¿Qué tan lejos estamos de la casa segura? —preguntó Nikolai desde el asiento trasero, mientras observaba su teléfono sin mucha atención.—A diez minutos, jefe —respondió el conductor—. Nadie nos sigue.Pero sí los seguían.Justo cuando la camioneta principal dobló en una curva, la explosión retumbó como un trueno. La parte trasera del pri
Lilia regresó a su habitación. Buscó su teléfono y no lo encontró… ¿quién lo había tomado? Sus ojos recorrieron la habitación, buscando algo que pudiera ayudarla.La lámpara de su mesa de noche parpadeó ligeramente, y allí, al fondo, junto a una pila de libros, algo pequeño llamó su atención. Se acercó rápidamente y lo tomó en sus manos: un teléfono celular. La respiración de Lilia se aceleró. No se habían dado cuenta de que ese teléfono había quedado allí. No podía creerlo. Este debía ser un teléfono de Nikolai, quien debía haberse olvidado de él. La esperanza se encendió en su pecho como una chispa en la oscuridad. Pero ¿cómo usarlo sin ser descubierta?Primero revisó el dispositivo con manos temblorosas, buscando un mensaje que indicara que alguien estaba pendiente de ella. Nada. Su corazón latió con más fuerza. Tenía que arriesgarse. Sabía que, en esos momentos, su única opción era conectar con alguien fuera de esa casa, alguien que la pudiera ayudar a escapar, alguien que podría s
La noticia llegó como un relámpago seco, atravesando la pesada atmósfera de la mansión Volkov con una violencia silenciosa.El primero en enterarse fue uno de los antiguos escoltas de Nikolai, un leal silencioso que logró escapar del ataque. Sangraba por la pierna y tenía el rostro amoratado, pero su voz era firme cuando se presentó en los pasillos oscuros de la casa Volkov, exigiendo hablar con el jefe.—Nos emboscaron. No fue un ataque cualquiera. Lo estaban esperando. Fue Igor.La mención del nombre heló la sangre de todos. Igor Petrov. El viejo lobo que se creía muerto en vida, pero que, como una sombra rencorosa, había salido de su exilio con sed de venganza. Nadie pronunció palabra durante unos segundos. Solo se escuchaba la respiración agitada del guardia herido, la vibración muda de una furia colectiva que comenzaba a despertar.—¿Dónde? —preguntó el padre de Nikolai.—Cerca del paso sur. Cerraron las salidas. Mataron a cuatro. A mí… me dieron por muerto.Una maldición baja cr