Epílogo
Lilia caminaba por el jardín con un abrigo largo y una bufanda de lana tejida por sus propias manos. Las hojas caían como lluvia dorada a su alrededor, y el aire olía a otoño.

Su hijo —ahora de siete años— corría entre los árboles, riendo. Nikolai lo seguía con paso más lento, con la misma media sonrisa cansada de los últimos años. Sus cicatrices habían sanado, pero no del todo. Algunos dolores se convierten en parte de la piel, como los anillos de un árbol que cuenta su edad en tormentas.

—¡Papá, ven! —gritó el niño—. ¡Mira este bicho raro!

Lilia lo miró con ternura. Era tan parecido a ambos. Tenía la pasión feroz de su padre y la nostalgia en los ojos que ella había cargado toda la vida.

Nikolai se agachó a mirar el insecto con él. Hablaron en voz baja. El niño reía, entusiasmado.

Y entonces Lilia cerró los ojos.

Por un instante, se permitió imaginar que el tiempo no pasaba. Que su hermana Sofía aún vivía con ella en aquella casa fea al fondo del pasillo, con su cabello trenzado y su
Glenmarts

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