¡Muchas gracias por leer! ¿cómo quieren que termine esta historia? ¡L@s leo!
El amanecer filtraba su luz dorada a través de los cristales empañados del invernadero. El perfume tenue de las gardenias flotaba en el aire, mezclado con el rocío que mojaba las hojas y caía en gotas minúsculas sobre los pétalos. Anya estaba sentada en un banco de hierro forjado, encogida sobre sí misma, con los brazos rodeando sus piernas, con la mirada fija en un punto indefinido entre las flores. Parecía una figura de porcelana olvidada en un rincón del mundo.Leonard cruzó el umbral en silencio. Había regresado por fin. Estaba a salvo, entero, de una sola pieza y con un deseo enorme de verla. El mar no lo había arropado con ninguna maldición como había hecho con Alessandro. No hizo ruido al empujar la puerta, no dijo su nombre. Se detuvo allí, a unos pasos de ella, mirándola como si no terminara de creer que estaba viva, que seguía allí, respirando, hermosa incluso bajo la palidez del cansancio. Tenía los ojos hinchados, seguramente por llorar, y la bata de dormir caía descuidada
Pasaron días. Alessandro seguía varado con aquel anciano que lo había recogido. Pero tenía muchos problemas, uno bien sabido: no recordaba nada de su pasado.Ese día, el anciano le presentó a una pequeña mujer menuda. Era su hija, una joven viuda llamada Irina. Ella no preguntó su nombre. Él no lo sabía. Tampoco le importó. Tenía la mirada confusa de un bebé recién nacido. Sin embargo, ella lo llamó Luka, un nombre suave, sin historia, y él lo aceptó como si siempre le hubiera pertenecido.Irina era la hija del pescador. Viuda joven, de rostro claro y manos que sabían curar tanto como remendar redes. No hablaba mucho, pero lo cuidaba con una ternura sencilla. Le preparaba infusiones, lo ayudaba a caminar cuando sus piernas temblaban, y por las noches le dejaba una lámpara encendida, porque notaba que él temía a la oscuridad.A veces, cuando ella creía que dormía, lo observaba desde la puerta. Había algo quebrado en él. Una sombra detrás de esos ojos sin pasado.Los días se volvían ruti
El sol se filtraba perezoso por los ventanales del invernadero, tiñendo de oro las hojas verdes y el cristal empañado. Lilia había estado acompañando a Anya durante esos días y caminaba descalza, con una taza de té entre las manos, en busca de un momento de calma antes de que comenzara otro día. El embarazo la tenía más sensible, más alerta… y últimamente, más sola. Nikolai ya había regresado de altamar, pero se había vuelto una sombra intensa, protectora hasta la asfixia. Mucho más que antes.Pasó por el pasillo junto al ala oeste, donde los pisos resonaban a pesar de sus pasos suaves. Iba a doblar hacia la escalera cuando escuchó una voz baja, una risa apagada.Se detuvo.Entreabrió la puerta que daba al vestíbulo trasero, ese que casi nadie usaba salvo para escabullirse a escondidas.Allí, de espaldas a ella, estaba Leonard.Y Anya.Demasiado cerca. Sus rostros casi se tocaban. Él le hablaba en voz baja, con una suavidad que no usaba con nadie más. Le acariciaba un mechón suelto del
El salón principal de la mansión Volkov estaba en penumbra. Las sombras alargadas de la noche parecían arrastrarse por las paredes como susurros de un pasado que nunca se fue. Isabella caminaba de un lado a otro, descalza, con una bata de seda negra que se movía tras ella como un velo fúnebre.Sus ojos, desorbitados, estaban fijos en una idea, una sola: la pérdida. Tatiana. Su Tatiana. La niña que crio como una joya de porcelana. Y que se atrevió a amar sin su bendición. Y por eso… por eso ya no estaba.—No otra vez —musitó, con la voz temblorosa—. No lo voy a permitir otra vez.Un cuadro familiar colgaba torcido en la pared. Lo arrancó con rabia y lo dejó caer. El cristal estalló en el suelo, como su propia cordura.—¡Señora! —llamó uno de los sirvientes, entrando a la estancia. Pero al verla, dio un paso atrás—. ¿Está… todo bien?Ella se giró lentamente, con la mirada perdida y el rostro pálido como una estatua.—Díganles a los guardias… que encierren a Anya en su habitación. Que nad
Leonard estaba de pie, con el rostro endurecido, frente al escritorio de su padre. El aire en el despacho era denso, cargado de ira. Detrás del enorme ventanal, el cielo comenzaba a teñirse de gris.—No vas a hacerlo, ¿verdad? —preguntó el hombre, con la voz afilada, como un cuchillo lento hundiéndose—. No vas a arrastrar nuestro apellido al lodo.Leonard no respondió. Sus ojos oscuros estaban fijos en el suelo, tenía la mandíbula tensa, las manos apretadas en los bolsillos. El silencio fue su única forma de resistencia.—¡Contéstame! —bramó el hombre golpeando la superficie del escritorio con fuerza, haciendo que el vaso de cristal temblara—. ¿Estás dispuesto a renunciar a todo por ella? ¿Por ese capricho enfermizo?—No es un capricho —murmuró Leonard, alzando por fin la vista—. Yo la amo.Su padre se quedó en silencio un segundo. Luego rió. Pero no era una risa alegre. Era hueca, amarga, venenosa.—¿Amor? Tú no sabes lo que es el amor. El amor no destruye familias. No arruina reputa
La lluvia golpeaba con insistencia los ventanales de la mansión Volkov. La noche se vestía de sombras largas, como si supiera que algo prohibido estaba por suceder entre esas paredes. Leonard se escabulló entre los jardines, con su abrigo empapado, y el corazón en llamas.No podía más.Desde que lo habían echado de la casa, desde que lo habían amenazado y habían encerrado a Anya, no había dormido una noche entera. Su alma lo llevaba de regreso a ella, como si su cuerpo supiera que solo en su cercanía podía respirar otra vez.Forzó la puerta trasera, la que conocía desde niño. Cada rincón de esa mansión era parte de su historia… y de su desgracia.Subió las escaleras en silencio. El pasillo estaba oscuro, pero no necesitaba luz para saber dónde estaba ella. Su habitación. La misma desde que era niña. Desde que ella llegó a su mundo y lo cambió todo. Apoyó la mano en la puerta cerrada. Dudó un segundo. Pero su pecho ardía.—Anya —susurró, apenas un aliento.Desde dentro, ella lo escuchó
El silencio que siguió fue espeso, cargado.Igor respiró hondo, conteniendo algo entre los dientes, algo que no dijo.—¿Y qué más has recordado?Alessandro lo miró, perplejo.—Nada más. Solo… esa certeza.Su padre asintió, seco, apoyándose contra el respaldo. Guardó silencio unos segundos más antes de hablar:—Eso es suficiente para ahora.—¿Para qué?—Para causar un desastre. Así que no la verás, es mejor que esa niña se mantenga lejos de ti. No puedes verla, Alessandro —dijo finalmente, su voz grave como el trueno que retumbó a lo lejos.—¿Por qué no?—Porque ella ya no puede ser parte de tu vida. Porque si te acercas a Anya, arrastras a esta familia a la ruina.—¿Qué estás diciendo?—Estoy diciendo que los Volkov no son nuestros aliados, ni nuestros amigos. Son una amenaza. Han deshonrado nuestra sangre, desafiado nuestros pactos. Ella es hija de ese enemigo. Y tú… —hizo una pausa, con la mirada clavada como una lanza—. Tú no tienes idea de quién eres, de quién fuiste antes de caer
La noche caía espesa sobre Moscú, tan oscura que parecía tragar los edificios y calles bajo su manto silencioso. El aire estaba impregnado de esa extraña calma que precede al caos, aunque nadie lo sabía aún.Nikolai Volkov, como de costumbre, iba en su camioneta blindada, flanqueado por dos vehículos de seguridad. No era tonto, y mucho menos confiado. Desde que los rumores sobre Alessandro y los Petrov se habían intensificado, no salía sin al menos ocho hombres armados. Aun así, esa noche cometió un error: tomó una ruta que no había sido revisada por su equipo. No por descuido… sino por costumbre. Una zona que siempre había sido segura. O eso creía.—¿Qué tan lejos estamos de la casa segura? —preguntó Nikolai desde el asiento trasero, mientras observaba su teléfono sin mucha atención.—A diez minutos, jefe —respondió el conductor—. Nadie nos sigue.Pero sí los seguían.Justo cuando la camioneta principal dobló en una curva, la explosión retumbó como un trueno. La parte trasera del pri