El aire dentro de la mansión se había vuelto espeso, cargado de una seguridad asfixiante que no dejaba espacio para respirar. Cada paso de Lilia era escoltado, cada mirada vigilada, cada gesto reportado. Las cámaras que Nikolai había instalado incluso en el dormitorio parpadeaban con sus luces rojas, testigos constantes de su vida privada. Ya no era una reina… era una prisionera de lujo.
Esa mañana, Lilia se acercó a la ventana en uno de los salones del ala este, con la esperanza de ver el jardín. Tres guardias patrullaban como sombras, y uno de ellos —uno nuevo— incluso le hizo un gesto para que se alejara del cristal. Fue la gota que colmó el vaso.
Horas después, lo encontró en el estudio, revisando papeles con la frente fruncida, una copa de coñac a medio terminar. Ella se acercó despacio, intentando mantener la calma que apenas le latía en el pecho.
—Nikolai… esto no puede seguir así —dijo, con la voz serena pero firme—. Me estás vigilando como si fuera una prisionera. Hasta cuand