La noche había caído como un velo pesado sobre la mansión Petrov. Un silencio inquietante se cernía sobre los pasillos, interrumpido solo por el ocasional crujir de la madera y el susurro de las hojas mecidas por el viento. Anya permanecía recostada en la cama, en la misma habitación donde había sido confinada durante semanas. Tenía los ojos abiertos, mirando el techo, con el cuerpo cansado y el alma rota. Apenas comía. Apenas hablaba. Solo esperaba.
Una esperanza pequeña, temblorosa, que se aferraba al recuerdo de Leonard, a su promesa de liberarla.
Un sonido extraño rompió la quietud. Al principio fue leve, como un chasquido metálico en la distancia. Luego vino el rugido sordo de una explosión controlada. Las luces parpadearon. Un grito ahogado de los guardias retumbó desde el primer piso.
Anya se incorporó de golpe, con el corazón palpitando como si quisiera escapar de su pecho. Se acercó temblorosa a la puerta cerrada con seguro desde dentro. Los pasos se oían apresurados. Gritos,