Mundo ficciónIniciar sesiónNaia
El coche negro se detuvo frente al imponente edificio de cristal que ya empezaba a reconocer el trayecto desde el hospital había sido un borrón de luces y miedo, pero ahora que estaba frente al destino, la realidad me golpeó con la fuerza de un naufragio. Bajé del auto y, sin que nadie tuviera que guiarme, caminé hacia el ascensor. Mis manos seguían temblando dentro de los bolsillos de mi sudadera. Cuando las puertas se abrieron en el Penthouse, el silencio sepulcral del lugar me envolvió Artem estaba allí, de pie frente al gran ventanal, observando la ciudad como si fuera el dueño de cada una de las almas que caminaban allá abajo. Se giró lentamente al sentir mi presencia. No había sorpresa en su rostro, solo una satisfacción fría y calculada. Sin decir una palabra, caminó hacia su despacho y me hizo una seña para que entrara. Sobre el escritorio de madera oscura, el contrato descansaba como una sentencia de muerte. —Léelo de nuevo si es necesario, Naia —dijo con esa voz profunda, marcada por su acento ruso—. Una vez que firmes, no habrá vuelta atrás. Tomé el bolígrafo con dedos torpes mis ojos volvieron a leer la cláusula de mi abuela. Cerré los ojos, firmé con un trazo rápido y dejé caer el bolígrafo sobre la mesa como si quemara. —Ya está —dije, tratando de que mi voz no temblara—. Ahora exijo que cumpla su parte mi abuela necesita ser trasladada de inmediato a otro hospital. El doctor me dijo que necesita una operación urgente si vamos a hacer esto, quiero que sea ahora. Artem dio un paso hacia mí, acortando la distancia hasta que pude sentir el calor de su cuerpo. Su presencia era tan dominante que me costaba respirar. —Uspokoysya Naia —susurró y por un momento su mirada pareció suavizarse, aunque seguía siendo letal—. Todo está en marcha tus doctores actuales son... mediocres ella será vista primero por los mejores especialistas del país en su nueva ubicación. Ellos decidirán si la operación es el camino correcto o si hay alternativas mejores, no debes preocuparte por nada de eso nunca más yo me encargo Me quedé en silencio, procesando el hecho de que mi vida ya no era mía. Él ya estaba tomando decisiones sobre mi familia, sobre mi tiempo, sobre todo.—Ahora, hablemos de las reglas —continuó él, rodeando el escritorio para quedar frente a mí—. A partir de este momento, me obedeces a mí. No volverás a poner un pie en ese club nocturno. Ese trabajo se terminó para siempre. No quiero que otros hombres te miren de la forma en que yo te miro. Tragué saliva, sintiendo un nudo de humillación en la garganta. —¿Y qué voy a hacer? —pregunté con amargura—. ¿Estar encerrada aquí? —Estarás disponible para mí las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana —sentenció con una frialdad absoluta—. Donde yo esté, tú estarás. Cuando yo llame, tú responderás. Me sentí como una prostituta de lujo, una pertenencia comprada con billetes y promesas de salud bajé la mirada, incapaz de sostenerle el brillo de esos ojos grises, pero asentí, no tenía otra opción si quería que mi abuela viviera. Artem metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó dos llaves, dejándolas sobre la mesa. —Estas llaves son para ti una es de tu nuevo apartamento, la otra es de un auto que te espera en el estacionamiento. No quiero que vuelvas a usar un taxi en esta ciudad. Es peligroso y no es apropiado para alguien que está bajo mi protección. Quise negarme quise decirle que no quería su coche, que no quería su casa, que prefería mi apartamento pequeño y sucio con tal de mantener un poco de mi antigua vida pero cuando levanté la vista para hablar, la intensidad de su mirada me obligó a guardar silencio. Era una mirada que no aceptaba réplicas, una que me recordaba que cada centímetro de mí ahora tenía un dueño.—Mi chófer te llevará al apartamento para que te instales —dijo, revisando su reloj de pulsera de platino—. A las nueve de la noche estaré allí para... sellar nuestro trato. Prepárate. El corazón se me saltó un latido. Sabía exactamente a qué se refería con "sellar el trato". Salí de allí sintiéndome como si estuviera caminando hacia mi propia ejecución. El mismo chófer de siempre me llevó a un complejo de apartamentos exclusivo, lejos de mi barrio humilde cuando entramos, casi se me escapa un jadeo era un lugar hermoso, con techos altos, muebles de diseño y una cocina enorme. Había una habitación preparada especialmente para mi abuela, con equipo médico de última generación integrado de forma elegante era un sueño, pero para mí se sentía como una jaula de cristal. ¿Qué mentira iba a decirle a ella para justificar este lujo? "Un ascenso", me repetí. "Un bono de la editorial". Tenía que hacérselo creer. No pude quedarme quieta. Le pedí al chófer que me llevara de vuelta al hospital para el traslado al llegar, todo era un caos controlado había enfermeros privados y una ambulancia de alta complejidad esperando. El Dr. Miller me vio y se acercó, estrechando mi mano con una sonrisa de alivio. —Naia, te felicito —dijo con sinceridad—. Has logrado un milagro el hospital al que la envías es el mejor del estado allí tendrá muchas más posibilidades de sobrevivir. Sus especialistas son leyendas. Me sentí un poco más tranquila. Si todo este sacrificio servía para que ella tuviera una oportunidad, entonces valía la pena. Al menos eso era lo que me decía a mí misma mientras veía cómo la acomodaban en la ambulancia. —¿Naia? ¿Qué está pasando, mi niña? —preguntó mi abuela, confundida por tanto movimiento y lujo a su alrededor. —Todo va a estar bien, abuela —le dije, dándole un beso en la frente—. Te van a llevar a un lugar mejor donde te pondrás bien. Luego te explico todo, ¿sí? Me subí a la ambulancia con ella, tomándole la mano durante todo el camino el vehículo avanzaba con suavidad por las calles de la ciudad, pero mi mente estaba en otro lugar no podía dejar de pensar en las nueve de la noche. No podía dejar de pensar en el hombre de los ojos grises y en su promesa de poseerme esa misma noche. Me miré las manos, sintiendo que ya no eran las mías. ¿Soy una prostituta?, me pregunté mientras el sonido de la sirena se mezclaba con mis latidos. Me había convertido en lo que juré jamás ser. Había vendido mi cuerpo y mi alma a un mafioso ruso por el derecho a que mi abuela respirara un día más y lo peor de todo, lo que más me asustaba, era que el terror que sentía por la noche que se avecinaba estaba mezclado con una curiosidad eléctrica que me hacía temblar. El trato estaba sellado y Artem Belov no era un hombre que dejara deudas sin cobrar.






