Decir aquellas palabras me había costado un poco de mi autocontrol. Sentía como mis ojos se llenaban de lágrimas ante su silencio. Me imaginaba lo peor.
Respiré profundo, preparándome para lo que viniera: un grito, una maldición, que me soltara los hombros como si me hubiera quemado, que me pidiera que me fuera. Eso era lo que merecía. Un hijo mío era la última cadena que él necesitaría.
Pero Julián no hizo nada de eso.
Sus dedos, que sujetaban mis hombros con fuerza, se suavizaron. La tensión que antes había en su mandíbula cedió, dejando paso a una expresión que no podía descifrar. No era ira. No era decepción. Parecía… Asombro.
—¿Estás… segura? —preguntó. No había desdén en su voz, sino un susurro ronco, cargado de una emoción que no me atrevía a nombrar.
Asentí, incapaz de hablar, mis sollozos se convirtieron en un temblor incontrolable.
Jamás esperé que mi vida se resumiera a un embarazo no planificado, en espera del rechazo y el odio del padre de la criatura que descansa