El mundo se había reducido a una sola imagen imposible: la de mi padre, de pie frente a mí, en este lugar de pesadilla. Su rostro, pálido y marcado por una guerra interna que no comprendía, era el centro de todo mi universo desmoronado.
La confusión era un agujero negro que me succionaba. ¿Por qué? ¿Por qué él estaba aquí? ¿Por qué sus manos, las mismas que me mecieron de niña, habían sido las que me sujetaron en la furgoneta?
Mi mente, nublada por el terror y los efectos del químico, no podía procesarlo. La cabeza me dolía una barbaridad.
Ellos se odiaban. Charles había arruinado a mi padre. Mi padre culpaba a Charles… ¿Era todo una mentira? ¿Una farsa monumental?
Un sollozo tembloroso escapó de mi garganta, ahogado por la mordaza. Las lágrimas, calientes e incontrolables, comenzaron a rodar por mis mejillas, limpiando caminos en la suciedad y el miedo. Era demasiado. Demasiada traición, demasiado dolor.
Charles, que observaba desde un rincón con los brazos cruzados, frunció e