••Narra Frederick••
La sala de seguridad del juzgado olía a sudor frío y restos de un incendio menor, cenizas y hojas quemadas. Las pantallas iluminaban mi rostro con un resplandor azulado, reflejando la tormenta de furia e impotencia que rugía dentro de mí. Arturo, a mi lado, era una estatua de tensión contenida.
—Retrocede otra vez la cámara del pasillo oeste —ordené, y mi voz sonó como el filo de una navaja.
El técnico de seguridad, temblando, obedeció. Las imágenes granulosas volvieron a reproducirse. Allí estaba. La figura masculina traía una mascarilla negra y una gorra, era alto delgado, con la elegancia cruel que solo Charles Can podía proyectar incluso oculto. Estaba saliendo del baño de mujeres. No cargaba a Charlotte, pero la tenía sujeta con una fuerza brutal, su brazo enlazado al de ella, apretándola contra su cuerpo como un tesoro robado.
Ella… Dios, ella se veía destrozada. Tambaleándose, la cabeza cayendo sin fuerza sobre el hombro, las piernas apenas respondiendo. Par