Me senté en la cama, sintiendo que las rodillas se me debilitaban.
Creí haber escuchado mal. Tal vez estaba alucinando. ¿Sería un síntoma de la Hepatitis Autoinmune?
—¿Qué? —Fue lo más inteligente que logré formular en su momento.
Frederick se quitó el abrigo y lo colgó con movimientos precisos, como si cada gesto fuera calculado para mantener el control.
—No intentarás escapar de nuevo —dijo, sin siquiera mirarme—. No con mi hijo en tu vientre.
—Solo lo hice porque creí que me estabas engañando, Frederick—dije, clavando las uñas en la cubierta de seda de la cama—. Ya descubrí que el diagnóstico es verdad y no pienso volver a escaparme, ya que no puedo cubrir el tratamiento. Pienso cumplir el contrato de amante como en un principio.
«Si es que no decide demandarme» dije en mi mente.
Finalmente, giró hacia mí. Sus ojos azules, tan fríos como el acero, me atravesaron.
—No como mi amante—respondió, acercándose lentamente—. Como mi esposa.
Pensé que había escuchado mal la primera