El auto rugió como una bestia herida, devorando el asfalto de la ciudad a una velocidad que haría palidecer a cualquier patrullero de tránsito. Debí incumplir como cinco leyes, pero no me importaba. Mi pie no se apartaba del acelerador.
Arturo, iba en su propia camioneta negra. Me escoltaba de cerca, sus luces intermitentes limpiando el camino ante nosotros como la proa de un barco rompiendo olas.
El mundo fuera de mi parabrisas era solo un borrón de luces y sombras. Solo una palabra resonaba en mi cráneo con cada latido de mi corazón: Charlotte.
¿El bebé? ¿Una complicación? ¿Hemorragia? ¿El hígado?
Las posibilidades, cada una más horrible que la anterior, se enredaban en mi mente, alimentadas por el tono urgentísimo del médico. U que me haya cortado la llamada de esa manera tan abrupta, lo hacía peor.
Frené en la entrada de urgencias con un chirrido de neumáticos que hizo que varios transeúntes se volvieran a mirar. No me importó. Salté del auto antes de que el motor de