La puerta se cerró a mis espaldas, aislando el eco de mi pacto con Miranda. Necesitaba la calma de Charlotte, su luz para disipar la oscuridad que acababa de presenciar. Mi propósito.
No sabía por qué carajos estaba tan obsesionado Charles con los Darclen, pero tenía que impedir a toda costa de que convirtiera a mi mujer en lo mismo que convirtió a Miranda. No dejaría que le tocara ni un pelo.
Al abrir la puerta de su habitación, la escena que encontré no era la que esperaba. La luz de la mesilla estaba encendida. Charlotte estaba sentada en la camilla, almohadas a su espalda y cabello rubio cayendo sobre los hombros. Sus ojos verdes, despejados y sin rastro de sueño, me miraron fijamente.
Arturo, mi mano derecha y su guardaespaldas personal decretado por mí, estaba de pie junto a la ventana, fuera del círculo de luz. Su postura era rígida, profesional. Su mirada me lanzó una clara advertencia.
—Deberías estar durmiendo —dije, mi voz sonando áspera.
—Y tú deberías estar aquí —