El pasillo que conducía a la habitación de Miranda Can era un túnel blanco y silencioso, flanqueado por dos de mis guardias, ya que me había encargado de que el hospital no le notificarán a la policía hasta que yo hablara con ella.
El doctor me había entregado una bata estéril y mascarilla. Precauciones excesivas, quizás, pero necesarias para mantener las apariencias.
Cada paso resonaba en el vacío del corredor, un eco de la decisión que estaba a punto de tomar.
Al abrir la puerta, la escena que encontré fue radicalmente diferente a la última vez que la había visto.
Miranda yacía en la cama de hospital, pero la mujer arrogante y pretenciosa que había intentado envenenar a mi esposa había desaparecido. En su lugar había una figura demacrada, pálida, con los ojos hundidos y vacíos que miraban fijamente el techo. Vendajes cubrían sus muñecas, donde las esposas y la soga habían dejado su marca. Moretones violáceos y amarillentos salpicaban sus brazos, cuello y rostro. Parecía una mu