La oscuridad era densa cuando el sonido me arrancó del sueño. No fue un grito, sino algo peor, arcadas guturales, húmedas, seguidas de un quejido ahogado. Me incorporé de golpe, el corazón latiendo desbocado. La luna iluminaba débilmente el suelo al lado de mi cama.
Encendí la lámpara de la mesita de noche para ver mejor.
Estaba arrodillado sobre la manta, el cuerpo convulsionando en espasmos violentos. Vomitaba con una fuerza desgarradora, manchando la manta con un líquido oscuro y viscoso que olía a ácido y leche agria. Su piel, visible bajo la luz, tenía un tono ceniza antinatural. El sudor le empapaba el cabello, pegándole los rizos a la frente. Temblaba como si estuviera sumergido en hielo, los dientes rechinando.
—¡Willy! —grité, saltando de la cama. Toqué su espalda; estaba ardiendo a través de la fina tela del pijama—. Willy, ¿qué te pasa?
Él apenas pudo girar la cabeza. Sus ojos empañados, eran pozos de pánico y dolor. Intentó hablar, pero solo salió otro chorro de vóm