Las palabras cayeron como bloques de granito en el silencio de la habitación. Morales agrandó los ojos, incapaz de creer lo que estaba escuchando.
—Usted… ¿qué? —balbuceó.
—Fui yo quien empujó a Ana —repetí, con la misma claridad con la que había declarado mi “sí” en el Registro Civil—. Charlotte solo intentó ayudarla después. Cualquier huella, cualquier declaración… Es irrelevante. El culpable está aquí.
Morales carraspeó, recuperando la compostura.
—Buen intento, Lancaster, pero la víctima identificó a su esposa en la ambulancia, antes de desmayarse.
—Ana estaba sedada, confundida y desorientada —hablé con severidad—. Su testimonio en ese estado vale menos que sus zapatos desgastados. Y ahora que Charlotte Lancaster es mi esposa —Enfaticé el apellido—. El privilegio conyugal aplica. Ella no puede testificar contra mí. Yo no puedo testificar contra ella. Ninguno puede ser obligado a incriminar al otro. —Hice una pausa, dejando que la ley, esa herramienta que siempre dominé, pesar