Los rumores se esparcieron como llamas en un campo seco. Desde los puertos hasta los pasos montañosos, desde los desiertos del sur hasta las ciudades ocultas entre los bosques, el nombre de Némesis ya era un susurro que crecía con cada día. En tabernas y mercados, los mercaderes narraban la historia con más dramatismo del que la realidad ofrecía: un guerrero cubierto de sombras, con poderes de hielo y la fuerza de matar un titán, había decapitado a un general imperial y lanzado su cabeza a los pies de las brujas del emperador Atlas.
Para los pueblos sometidos, aquello era esperanza. Por primera vez en quince años, había alguien capaz de hacer sangrar al imperio. Algunos empezaron a creer que el dominio de Atlas no era eterno. Otros, más prudentes, susurraban con miedo: ¿y si Némesis no era un hombre, sino un monstruo, un espíritu del castigo?
En las cortes de los reinos neutrales, la noticia provocó desconfianza y debates encendidos. ¿Era este guerrero una bendición o una nueva amenaz