Horus apareció en medio de la penumbra de la mansión. El aire, impregnado del aroma de las velas negras y el incienso de hierbas arcanas, lo envolvió como un bálsamo. El contraste con el campo de batalla era brutal: de los gritos, la sangre y el acero, había pasado a la calma de un refugio tejido por la magia.
Allí estaba Hespéride, erguida, con sus cabellos morados que parecían fluir como sombras vivas y sus labios morados entreabiertos en una mueca contenida entre la preocupación y el alivio. Su mirada púrpura, cargada de milenios de sabiduría y secretos, se posó sobre él. Por primera vez, la figura imperturbable de Horus, el guerrero de hielo y tiempo, tembló. No por debilidad, sino porque, al verla, la tensión de todo lo resistido se disolvía.
Las piernas de Horus fallaron un instante, y Hespéride, sin pronunciar palabra, extendió los brazos. La oscuridad los envolvió a ambos, como si la mansión misma se inclinara a protegerlos. Lo trasladó con suavidad, como si el aire obedeciera