El beso final fue un sello, una quietud compartida que resonó más allá del contacto. Permanecieron entrelazados en el agua enfriada, con la respiración de uno sincronizada con la del otro y los latidos como un eco frenético en el espacio reducido de la bañera. El mundo exterior, con sus guerras y sus profecías, se disolvió ante su agitación.
Hespéride fue la primera en moverse. Con una elegancia que desmentía la intimidad brutal que acababan de compartir, se alzó. El agua resbaló por su cuerpo marcado en arroyos plateados. Tomó una toalla de lino colgada en un perchero cercano y se secó con meticulosidad. Luego, extendió una mano. Un susurro en una lengua olvidada y las sombras de la habitación se congregaron a sus pies, tejiéndose en la tela de un vestido nuevo, oscuro como la medianoche y bordado con constelaciones apenas visibles que se movían con lentitud perezosa.
Horus la observó, inmóvil aún dentro de la bañera. Su expresión era una máscara impasible, pero sus ojos plateados no