Sus labios volvieron a encontrarse. El ósculo se prolongó, como un diálogo mudo que articulaba siglos de distancia rota. Hespéride cerró los párpados, concentrada en la textura de sus labios, en la manera en que sus manos recorrían su espalda a través del vestido empapado. Un leve gesto de su mente, un susurro de su poder, y la tela del sostén se disolvió en una fina neblina púrpura que se fundió con el agua jabonosa.
Sus senos, libres, se aplastaron contra el torso de Horus. La piel de él, fría como el mármol pulido, encontró el calor suave y voluptuoso de su busto. El contraste fue una descarga eléctrica que les erizó la piel. Hespéride contuvo el aliento. La sensación de esa piel contra la suya, sin barreras, era a la vez una rendición y una conquista. Permitió que sus brazos se enroscaran con mayor fuerza alrededor de su cuello, hundiendo los dedos en la nuca húmeda del guerrero, aferrándose a la realidad de ese instante.
Horus rompió el beso. Su respiración era un eco áspero en l