Horus se metió en la bañera de agua llena de jabón y flores. El vapor se alzó un instante, pero al contacto con su piel, el agua se volvió fría, como si el poder que lo habitaba trastocara la temperatura natural. El contraste estremeció sus músculos, tensando su espalda amplia, pero aun así se acomodó dentro, inclinándose hasta quedar sumergido de hombros.
Hespéride lo observaba desde la silla, con el porte de una reina y la calma de quien había esperado demasiado tiempo. Tenía en sus manos una taza de porcelana tallada con runas y la llenó del agua espumosa para dejarla caer suavemente sobre la cabeza blanca del guerrero. El líquido corría en hilos plateados sobre su rostro, descendiendo por sus mejillas firmes, su nariz recta y su cuello fuerte.
Él entrecerró los ojos, respirando hondo, casi como si aquella simple acción fuera un bálsamo. Se sentía extraño; jamás alguien lo había cuidado de esa manera. Desde niño había aprendido a sobrevivir con la fuerza, con el filo del acero y co