Horus y Atlas comenzaron su combate, no solo físico, sino espiritual. Cada golpe altera el flujo del tiempo y de la tierra misma. La presión del aire se volvió insoportable, una fuerza invisible que hacía vibrar los metales y estremecía los corazones de los presentes. El cielo se oscureció, nubes espesas cubrieron el sol, y un círculo de energía se abrió alrededor de los dos guerreros, marcando el límite entre ellos y el resto del mundo.
Atlas dio el primer paso. El suelo bajo sus pies se fracturó como vidrio. Levantó el brazo derecho y la tierra respondió con un rugido. Rocas gigantes emergieron de las grietas y se alzaron en el aire, girando a su alrededor como planetas de piedra. Las lanzó hacia Horus con un movimiento rápido. El joven rey giró la muñeca y un muro de hielo cristalino se formó frente a él, interceptando el ataque. Las rocas se estrellaron y se hicieron añicos. Fragmentos de hielo y piedra volaron en todas direcciones, golpeando el terreno con estruendos sucesivos.
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