Atlas llegó a dominar el combate. La tierra se estremecía bajo sus pies y cada golpe suyo resonaba como un trueno que atravesaba el campo. Horus, cubierto de sudor y sangre, retrocedía entre el humo y los escombros. Su respiración era irregular; el peso de la batalla comenzaba a notarse en sus movimientos. El titán aprovechó la mínima abertura y lanzó un puñetazo directo a su abdomen. El impacto lo dobló, haciéndole perder el aire. Un segundo golpe en el rostro lo hizo girar en el aire antes de caer sobre la hierba ennegrecida. La sangre le recorrió la comisura de los labios, mezclándose con el polvo.
Atlas avanzó con paso lento, la mirada fija en su oponente. Su voz grave resonó como un eco antiguo.
—Eres fuerte, Horus. Pero tu tiempo termina aquí.
Horus levantó la vista, los ojos plateados ardiendo con determinación. Su cuerpo temblaba, las heridas abiertas dejaban escapar sangre sobre la armadura. Intentó levantarse, pero el titán no le dio oportunidad. Una patada lo lanzó hacia at