Leighis admiraba todo desde el bulto de tierra creado por el emperador para sobresalir, mientras estaba sentado en su trono. Era claro que Horus dominaba el campo de batalla. Sin embargo, debido a su magia de luz, podía ver con precisión cómo había desarrollado su don del tiempo; lo detenía y lo retrocedía a voluntad. Observaba el movimiento imperceptible de las partículas, el modo en que el joven manipulaba el flujo de lo invisible. Aquel don que combinaba la esencia del hielo con la alteración del tiempo lo volvía casi intocable. Pero Leighis no compartiría esta información con Atlas. Su silencio era un arma más poderosa que cualquier conjuro. Solo lo incentivaría a unirse a la contienda.
—Un guerrero sobresale —dijo Leighis, con voz serena—. El Némesis que inició la rebelión, el que liberaba reinos y destruía las conquistas de Titánador, es el mismo Horus Khronos. Si alguien no muestra vulnerabilidad, pronto se harán la idea de que es invencible.
Las palabras flotaron entre ambos.