Atlas dio la orden de que atacaran con las catapultas.
El rugido de los mecanismos rompió el aire y enormes rocas envueltas en fuego cruzaron el cielo, dejando una estela incandescente. El estruendo al impactar fue ensordecedor; columnas de humo y tierra se alzaron como torres negras sobre el campo. Horus levantó la mano y el hielo respondió. Un arco de escarcha emergió frente a las líneas de defensa, expandiéndose en un muro que congeló las piedras más cercanas antes de que tocaran el suelo. Se quebraron al instante, convertidas en polvo blanco que se dispersó con el viento. Las demás siguieron su curso y se estrellaron contra la pradera, dejando cráteres y llamaradas que devoraron cuerpos y estandartes.
El joven rey avanzó unos pasos. Su voz se alzó con autoridad, dando la orden de contraataque. Los gigantes de tres metros obedecieron sin demora, cargando hacia el frente con mazas y espadas enormes. Sus gritos retumbaban entre los ecos de la destrucción. Cada pisada hacía vibrar el