Leighis se puso su mejor atuendo, con su corona y su cetro de Emperatriz. Avanzó por la gran sala con paso firme, el eco de sus tacones resonando como un presagio. Un viento extraño se colaba entre las columnas, llevando consigo el aroma de la guerra. El silencio parecía pesar más que el aire. Las sombras de las estatuas imperiales la seguían mientras subía los escalones del trono, donde la figura de Atlas solía reinar con autoridad absoluta.
Leighis se detuvo frente al trono del emperador estaba vacío, iluminado por el resplandor del día. Aquel asiento no era solo un símbolo de poder, sino de condena. El mismo desde el cual Atlas había ordenado la caída de reinos, usurpados Krónica y donde había llevado a cabo la ejecución de los Khronos. Lo miró con desdén. “Tú no mereces ser el emperador de este mundo”, pensó. Las brasas de la furia y del miedo ardían dentro de ella, pero también la determinación de quien ya no tenía nada que perder.
Alzó ambas manos. Su energía, contenida durante