Leighis había pasado ese pequeño tiempo meditando, sumida en una soledad tan profunda que hasta el aire del palacio parecía temer perturbarla. El silencio era tan espeso que podía escucharse el leve crujir de las antorchas al consumirse. La lluvia afuera caía sin tregua, y los truenos hacían vibrar los cristales de las ventanas. Desde su torre alta, podía ver los jardines empapados, el reflejo del cielo gris sobre los estanques, y los soldados que custodiaban la muralla, empapados, exhaustos, con la mirada fija en el horizonte del norte. Cada gota parecía anunciar una tragedia inevitable.
Se miró en el espejo ovalado de su tocador. Su rostro, aún hermoso, mostraba un cansancio imposible de ocultar. El reflejo de sus ojos no pertenecía a una emperatriz, sino a una prisionera. Leighis sabía que el fin se acercaba; lo sentía en la forma en que el viento rugía, en la inquietud que recorría el palacio, en el modo en que los sirvientes la miraban con respeto forzado y miedo contenido. Nadie