Horus detuvo el tiempo justo en el momento en que los labios de Leighis estaban por tocar los suyos. Todo quedó suspendido en una quietud perfecta. Las gotas de lluvia que caían entre ambos flotaron inmóviles, cada una convertida en una esfera cristalina que brillaba con la luz del relámpago detenido en el cielo. El viento dejó de aullar y los árboles dejaron de balancearse; el rugido de los truenos se congeló en un eco inexistente. La respiración de Leighis se congeló a milímetros de su boca.
Los ojos plateados de Horus cambiaron, adquiriendo el colorido correspondiente con las manecillas del reloj; tonos dorados, cobrizos y plateados giraron lentamente en su interior como engranajes de un mecanismo celestial. Aquella luz era fría, precisa, casi inhumana. No lo hizo por voluntad; lo había hecho por reflejo, como quien se aparta del fuego antes de quemarse. Ella no estaba afectando sus poderes. Era él quien se estaba protegiendo de su propio corazón.
Se quedó unos segundos admirándola