Hespéride esta vez fue la que se abalanzó sobre él. Durante meses había mantenido la compostura, dejando que la serenidad y el respeto rigieran su convivencia con Horus; sin embargo, aquella calma se quebró en el instante en que lo vio de nuevo frente a ella. Sus ojos se oscurecieron como la tormenta antes del rayo, y la sombra de su antigua majestad se alzó sobre su piel, recordándole quién había sido: una emperatriz caída, la señora de los abismos, la hechicera que había doblegado a reinos enteros con una sola mirada.
El tiempo que habían compartido la había transformado. Al principio, lo había seguido por conveniencia; Horus era el único capaz de enfrentarse al tirano, la única figura con poder suficiente para equilibrar la balanza entre la luz y la oscuridad. Pero con los meses, entre los silencios compartidos, entre las batallas y los amaneceres teñidos de ceniza, aquel vínculo había tomado una forma distinta. En él encontró algo que ni la eternidad ni la magia le habían dado: ca