La noche en Atira estaba cubierta de un cielo pesado, surcado por nubes oscuras que parecían presagiar tormenta. Sin embargo, dentro del palacio imperial, las antorchas y lámparas de aceite ardían con una intensidad distinta: el alumbramiento de la emperatriz había comenzado.
Leighis Noor, la elfa dorada, gemía entre las sedas de su lecho. Las parteras imperiales, expertas en los partos de linajes antiguos, la asistían con manos firmes. Los cánticos de las doncellas llenaban el ambiente con notas rituales, mientras las sacerdotisas ofrecían plegarias a los espíritus del cielo y de la tierra. Afuera, la multitud aguardaba con expectación, arrodillados en silencio, temblando con cada eco de dolor que lograba escapar de los muros.
Atlas Grant esperaba junto a la cámara, inquieto. El titán, acostumbrado a la guerra y al dominio absoluto, se encontraba ante una batalla distinta: la espera de sus herederos. Su semblante era serio, pero en sus ojos brillaba una chispa de ansiedad que ni la a