Horus escuchó la noticia en silencio. La voz de la mensajera temblaba al repetirlo: la emperatriz Leighis Noor esperaba hijos del emperador Atlas Grant.
En otro tiempo, esa revelación habría sido una daga en su corazón. El joven que alguna vez fue, ese príncipe exiliado, se habría hundido en la rabia, maldiciendo a los dioses y a los espíritus que lo habían condenado a perderlo todo. En el pasado, la envidia lo habría consumido, preguntándose por qué la elfa dorada, la prometida que había amado con inocencia juvenil, ahora compartía su vida y su lecho con su archienemigo.
Pero Horus ya no era ese niño. Había sobrevivido al exilio, había sentido la muerte rozar su cuello más de una vez, y había visto cómo las alianzas se quebraban y recomponían bajo la mirada implacable del destino. Si Leighis estaba con Atlas, era porque así debía ser. El destino no se equivocaba: lo había despojado de un reino cuando era apenas un niño, pero en ese mismo despojo le había puesto en el camino a quienes