Horus tomó la cabeza de Krannon por el cabello endurecido y la alzó con un gesto implacable. El rostro del gigante aún parecía vivo, congelado en una mueca de furia y derrota. Caminó unos pasos y la arrojó frente a las tropas enemigas y a sus comandantes. El sonido del impacto fue seco, un golpe sordo que retumbó en la tierra del campo de batalla donde estaban los dos colosales guerreros.
El ejército imperial enmudeció. Miles de hombres contemplaban cómo otro general gigante caía bajo la mano de Némesis. Ya no podían pensar en casualidades ni en coincidencias. Era la segunda vez que un coloso, orgullo del imperio, caía ante el mismo enemigo. El mensaje era claro: aquel hombre no era un rebelde cualquiera; era superior, capaz de enfrentarse a lo imposible y salir victorioso.
El miedo se convirtió en certeza. Ninguno de ellos deseaba seguir enfrentando a ese poder que podía matarlos a todos con un solo gesto. Los soldados se miraron entre sí; los comandantes bajaron la vista, consciente